Pedro Sánchez y Xi Jinping pasean tras su reunión por los jardines de la casa de huéspedes Diaoyutai, la semana pasada en Pekín.

Pedro Sánchez y Xi Jinping pasean tras su reunión por los jardines de la casa de huéspedes Diaoyutai, la semana pasada en Pekín. Reuters

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Aunque no lo creas, Trump y Sánchez también son hijos de la democracia

Sánchez y Trump van de adversarios, pero en realidad están jugando al mismo juego y con las mismas reglas.

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Mientras Pedro Sánchez estaba de gira por esa gran democracia que es China, Donald Trump se burla de las reacciones provocadas por sus aranceles diciendo que ahora todos los mandatarios le llaman para besarle el culo.

Si algo estamos empezando a comprender, es que la democracia no garantiza que gobiernen demócratas. Ni tampoco garantiza que los que han salido elegidos en unas elecciones se comporten como demócratas. Por mucho que digan que lo son.

Estamos empezando a enterarnos de que ganar unas elecciones es el resultado de sumar votos, sólo eso. Y ni Sánchez lo hizo, porque no ganó en las urnas, sino en el mercadillo de Waterloo.

¿Cómo puede la democracia parir a dos individuos así? Porque en la naturaleza misma de la democracia está consentir que la socaven los mismos a los que les entrega el poder. En la naturaleza de la democracia está la posibilidad de que desarrolle autoinmunidad, de que se ataque a sí misma.

Resulta que no hacía falta destruir el sistema, bastaba con colonizar las instituciones para conseguir no ser expulsado de él.

Donald Trump preside la reunión de su gabinete, la semana pasada, en la Casa Blanca.

Donald Trump preside la reunión de su gabinete, la semana pasada, en la Casa Blanca. Nathan Howard Reuters

Sánchez y Trump van de adversarios, pero en realidad están jugando al mismo juego y con las mismas reglas. Puede que crean perseguir fines distintos, pero la realidad es que recorren el mismo camino. Y, en el proceso, destruyen la esencia de la democracia y la legitimidad de las instituciones.

Porque aquí el premio es el mismo para los dos: retener el poder.

Quien solo se sirve a sí mismo, acabará sirviendo a casi cualquier cosa.

Ya lo tuiteó Trump, al que sí se le debe reconocer la virtud de ir más de frente que Sánchez: "Quien salva a su país no viola ninguna ley". Podría haber pronunciado esa frase cualquiera de los grandes dictadores del siglo XX.

Bajo ese lema se puede justificar casi cualquier cosa: el fin del Estado de derecho, la intervención de los medios de comunicación, la arbitrariedad en la imposición de aranceles al comercio internacional, el señalamiento de jueces y de ciudadanos particulares.

Y así es como la democracia muere en nombre de la democracia. Porque la idea de salvar al país es el típico mensaje que precede a los totalitarismos. Ya advertía Hannah Arendt de que el líder totalitario debe primero establecer un mundo ficticio, pero luego debe evitar por todos los medios que esa ficción alcance la estabilidad porque así se verá constantemente necesitado de su intervención.

Uno debe rescatar a su país de la devastación woke, y el otro ha asumido la divina misión de frenar a la ultraderecha. Pero qué banal queda aquello de rescatar a la patria cuando al final resulta que de lo que había que protegerla es de los coches chinos y del vino de Rioja. Y que la ultraderecha resulta ser el socio que te da estabilidad a cambio de que le dejas echar a inmigrantes de Cataluña.

Los redentores de la patria tienen mucho peligro. Como escribió Simone Weil en sus ensayos recogidos en Sobre el totalitarismo: "Se afirma que Napoleón propagó, con las armas en la mano, las ideas de libertad e igualdad de la Revolución francesa; pero lo que propagó principalmente fue la idea del Estado centralizado, el Estado como única fuente de autoridad y objeto exclusivo de devoción".

Normalmente se les llena la boca con la palabra libertad, pero luego se sienten perseguidos por los jueces y por los medios. Se sienten perseguidos por los que disienten, y denuncian entre golpes de pecho de que atacar sus sedes es atacar a la democracia, o incitan a sus agitados partidarios a marchar contra el Capitolio.

Tanto se agobian por su síndrome del perseguido que hasta les agobia la Constitución y hacen todo lo posible por eludirla.  Allí donde se piensa y se decide libremente (jueces, periodistas, universitarios), ellos ven una amenaza. Y cualquier eslogan es bueno para esconder tras él sus pulsiones autoritarias y populistas.

Sánchez y Trump, tan distintos y tan parecidos. El peligro es que no hayamos comprendido (o hayamos olvidado) que la democracia es extremadamente frágil consigo misma y muy generosa con sus polizones.

El peligro es que, como escribía Arendt, "el líder totalitario no es nada más ni nada menos que el funcionario de las masas". Quizá nos escandalicen nuestros líderes, pero si queremos salvar la democracia, deberían escandalizarnos las masas.